jueves, 15 de noviembre de 2012

Una cabaña y una caña de pescar

Lo que veía desde mi casa... :)

Tengo un recuerdo imborrable de mis veranos en la isla de Menorca. Mi madre, María Rosa, era de Ciutadella y nuestro apellido tiene hondas raíces en la isla.

La odisea del viaje empezaba cuando nos llevábamos el Renault 12 familiar hasta los topes de maletas, con mis padres y nosotros cinco.

A las 16.00 h. ya estábamos en el puerto de Barcelona rumbo a Menorca, pues en aquella época los coches se subían al barco, de uno en uno, envueltos en una red y con una grúa.

Llegábamos después de una travesía de 12 horas. Al amanecer nos solía despertar las voces de un marinero que gritaba: ¡tierra a la vista! En aquel momento íbamos corriendo a la cubierta del barco para divisar la silueta de la costa, parecía un sueño.

Teníamos un chalet que llamábamos “el Patriarca”. Se trataba de un edificio de tres plantas con casi dos hectáreas de terreno a su alrededor. Era como un paraíso, ya que  estaba en primera línea de mar y tenía unas vistas espectaculares. Allí podíamos trepar por los árboles, construir cabañas, ir a pescar, coger erizos de mar…

Recuerdo en una ocasión que conseguimos hacer una cabaña de dos alturas aprovechando un frondoso árbol. Tuvimos una idea genial: con el fin de bajar más rápido decidimos comprar entre todos mis hermanos una cuerda y la pasamos a través de un tubo de aluminio que encontramos por la finca.

No nos dimos cuenta, que cada vez que nos deslizábamos con el tubo, la cuerda se iba pelando poco a poco. Hasta que un buen día, cuando le tocó el turno a mi hermano Fidel, ésta se rompió y cayó al suelo ante la cara de susto de nosotros.

Decidimos llevarle a casa, sin que mis padres se enteraran, mientras intentábamos sacudirle los restos de pinaza que tenía por todo el cuerpo y curarle como pudimos unas heridas que se había hecho.

Un día cuando fuimos a pescar, mi hermano José María, se clavó un anzuelo y mis padres tuvieron que llevárselo al médico de urgencias del pueblo.


Tiempo después, me he podido dar cuenta del “trabajo” que dimos a nuestros ángeles de la guarda por aquella época.

Soy consciente que Dios me regaló aquellos momentos de mi infancia y que ahora lo único que ha cambiado es mi circunstancia.

No se me olvidará la última vez que pude ir a Menorca: dos amigos míos, Jaime y Nacho, me dijeron un día “podemos ir los tres a Menorca con el fin de que puedas darte un baño como en tu infancia”. De acuerdo, pero iremos fuera de temporada, para que lo podamos disfrutar más.

La verdad es que se trató de una escena un poco cómica; fuimos a la playa y mientras Nacho me llevaba a caballito y me metía en el mar, Jaime aprovechaba para hacernos unas fotografías.

No imaginé nunca que una de las fotos hechas en mi último baño, en cala Pregonda, pasaría a ser la portada de la segunda y tercera edición de El invitado imprevisto.

En alguna ocasión he recordado con algún amigo, que a veces me imagino el cielo como los mejores momentos de la tierra, igual que  los que pasé en Menorca, pero sin sufrimiento y para siempre.

Dios me ha acompañado en todo ese tiempo y ahora, con mi esclerosis múltiple, Él siempre sigue a mi lado, aunque no pueda subir a los árboles, hacer cabañas, ir a pescar, coger erizos de mar…

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