lunes, 21 de septiembre de 2015

¡Madre sólo hay una!


Puede parecer un tópico el título, pero después de mi última infección, he perdido la movilidad de la mano derecha con la que dirigía mi silla de ruedas, y me parece de lo más acertado. Me explico.

Por si esto pudiera parecer poco, mi médico me dijo que a partir de ahora debía dormir con un respirador, ya que también tengo dificultades respiratorias debido a mi esclerosis.

Este panorama podría parecer poco alentador para una persona que no hubiera oído hablar nunca de Dios, pero la fe que me transmitieron mis padres hace que un día y otro siga luchando sin desfallecer.

Hace un tiempo uno de mis cuidadores me dijo:
“tú siempre hablas de Dios cuando intentas explicarme tu enfermedad, pero sin Él ¿cómo la explicarías…?” 
a lo que le respondí como quien lo tiene bien experimentado:
simplemente no tiene explicación…”.
Con el ánimo de aclararle mi respuesta, le añadí que una persona sin fe, que se encontrara ante una situación como esta, le diría que la operativa para encontrar un sentido a su dolor es un poco más larga, y que lo mejor –y lo que yo haría en su lugar– es que busque a ese Jesús que desconoce, encontrarle y una vez lo hubiera hecho no dejarle nunca. Esta es la verdadera fuerza que me alienta.

Por otra parte en momentos límites como este, me doy cuenta de la ayuda tan valiosa que son los sacramentos, la santa Misa y la confesión que procuro vivir con mayor intensidad.

Junto con lo que he dicho anteriormente,  me doy cuenta del papel tan importante que tienen en mi vida mi madre y las personas que en todo momento me acompañan en mi día a día.

Me gusta recordar el final de El invitado imprevisto en el cual reproduzco mi conversación con el Señor en el momento que pase a rendirle cuentas y le pueda ver cara a cara por toda la eternidad.

El Señor me mirará, se sonreirá y me dirá:
“Te conozco. Entra. Puedes dejar la silla de ruedas en la puerta

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