Puede parecer muy curioso que quiera escribir en mi blog este nuevo artículo, pero me he dado cuenta de que es algo interesante para una persona enferma.
Resulta que en mi casa hemos colocado una mesa de trabajo, justo en el momento en que peor me encontraba, ya que estoy perdiendo la voz y las fuerzas.
Esta mesa permite estar a la misma altura que cualquiera de las visitas que vienen a verme y cómodamente pueden escribir lo que les dicto.
Algo así puede parecer una cosa totalmente intrascendente, pero ha permitido darme cuenta una vez más, que todas las personas con discapacidad, especialmente si se trata de una enfermedad degenerativa como la mía, necesitamos de la ayuda de otras personas.
Claramente debemos aprender la forma más cariñosa de dejarnos ayudar, ya que muchas veces puede parecer que lo más “valiente” es aparentar todo lo contrario: que somos inflexibles y totalmente ajenos a cualquier muestra de atención personal.
De esta forma las personas que vienen se han convertido en algo muy particular, en muchos casos terminando en verdadera amistad.
Los que vienen asiduamente han tenido que aprender el manejo de todos los dispositivos que tengo, como si fueran auténticos ingenieros.
El espectáculo está servido: por una parte están las personas que todo lo saben, pero se equivocan de botón, ponen el auricular en sentido contrario…
Luego existen los que tienen pánico escénico ante todo lo tecnológico.
De cualquier manera yo me quedo con la buena intención que ponen y pienso que son personas que se desviven por mí.
Hace poco he podido leer lo que el Papa Francisco ha dicho sobre los enfermos y me doy cuenta que la enfermedad hay que aceptarla y que todos debemos estar preparados para darle un sentido trascendente y humano.
Pienso que la combinación de estas dos características son de vital importancia. Ya llevo 27 años enfermo y sé lo mucho que ayuda.
Como dije en El invitado imprevisto una cosa es coger el autobús y otra ser arrollado por él. A nosotros nos ha tocado la segunda parte.
En ocasiones me he encontrado con personas que me han dicho que siempre que hablo del dolor, nombro a Dios. Realmente no existe otra explicación al dolor que no pase por el sentido trascendente de la vida.
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