En aquel momento nació la idea de compartir su arte con los chicos del Cottolengo del Padre Alegre, para hacerles pasar un rato agradable.
El primer paso lo tenía claro: hablar con la madre Superiora.
Verá hermana –le dije– queríamos venir a cantar, tocar el acordeón, la guitarra y hacer magia”.Llegamos todo el equipo de artistas puntualmente a las 11.00. La expedición estaba formada por: Alejandro (solista y guitarrista), su padre Leo (acordeón), Javier (mago) y mi silla de ruedas.
Las hermanas habían preparado cuatro salas distribuidas por edades.
Cada actuación empezaba desde el pasillo de acceso a la sala con el acordeón de Leo y detrás, toda la comitiva, incluida mi silla que avanzaba totalmente erguida; un total de 15 personas, entre las que se encontraba Josefina con toda su familia.
Una vez dentro, Javi, el mago, empezaba la actuación presentando a todo el grupo como “la familia Fibonacci, mundialmente conocida por sus grandes actuaciones”.
Uno de los trucos que causó mayor furor fue la “piedrecilla que tenía en el zapato”. Nada más empezar la función pedía disculpas y ante la expectación de todo el público se descalzaba para quitarse la molesta piedrecilla, convirtiéndose, ante la sorpresa de todos, en una piedra del tamaño de un puño.
Enseguida Alejandro sorprendía al público asistente tocando la guitarra y cantando alguna canción de actualidad.
La segunda parte de su número consistía en preguntar a alguien del público su nombre, gusto, canción preferida y a continuación les componía una canción, improvisando la letra con los datos que anteriormente le habían facilitado.
A todo esto mi actuación consistía en subir y bajar, como un tío vivo, con mi silla de ruedas, que permite ponerme de pie.
El momento álgido de la actuación de Alejandro fue cuando pidió un poco de silencio, ya que quería cantar una canción que había compuesto a propósito para la ocasión. Se trataba de una composición dedicada especialmente a todas las hermanas que atienden el Cottolengo.
Las hermanas se quedaron totalmente perplejas; por la expresión de sus caras intuí que nadie antes les había dedicado algo así.
Otro momento simpático fue cuando uno de los chicos del Cottolengo se me acercó con una hermana y tímidamente me pidió que me pusiera de pie con la silla. No acababa de salir de su asombro al ver que incluso podía desplazarme en esta posición.
He de reconocer que ese día todos los integrantes de “la familia Fibonacci”, pudimos dormir con la satisfacción de haber hecho pasar un rato inolvidable a los chicos del Cottolengo del Padre Alegre.
Es un consuelo tener el convencimiento de saber que después de esta vida, si hacemos lo que Dios quiere, nos espera el cielo, donde no serán necesarios la guitarra, el acordeón, ni el tío vivo para ser felices.
¡Que tengáis todos un felicísimo año 2013!
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