A continuación transcribo la entrevista que me hizo Antoni Coll y fue publicada el 29 de Octubre de 2003 en el Diari de Tarragona, periódico que entonces dirigía. Dicha entrevista se reproduce íntegramente en el segundo capítulo del libro El invitado imprevisto.
¿Quién es Joaquín Romero?
Yo mismo me lo pregunto a veces. Me digo: Dios mío, ¿quién es esta persona que ahora va en la silla de ruedas? Yo estudiaba, jugaba al fútbol, hacía una vida normal. Y éste de la silla parece otra persona. Entonces aterrizo y me digo: Eres el mismo Joaquín, sólo ha cambiado la situación.
¿Qué se siente cuando la enfermedad llama a la puerta?
Es como si te llegara a casa un invitado de honor que se presenta sin haberlo invitado. No sabes si decirle: «¡Qué alegría!» o « no hay comida para ti». Luego hay que aceptarlo, uno no puede echarlo de casa; hay que saber tratarle, hablarle, escucharle para saber qué quiere, qué le conviene.
La primera sensación debe ser terrible.
Esta enfermedad es como una carrera de obstáculos. Hay personas que se quedan en el primero. ¡Dios mío!, pienso, si éste me lo salté yo sin darme cuenta. Este primer obstáculo es hablar, decir lo que uno siente. Sirve para que te ayuden, pero también para conocerse a uno mismo en esta situación nueva. Entonces le dije a mi invitado: no contaba contigo, pero ya que estás aquí y has venido a vivir conmigo, tómate algo.
¿Cuando llegó el invitado?
A los 22 años. Mi vida hasta entonces había tenido momentos mágicos. El primero fue a los 14 años, cuando acabé octavo de EGB con buenas notas, me fui a Menorca de vacaciones con mi familia, luego a Italia con unos amigos. Jugaba al fútbol, me gustaba mucho. El segundo, al comenzar la carrera de aparejador. Tenía dos grandes ilusiones para mi vida: llegar a ser un buen profesional, casarme y tener muchos hijos.
Y de repente irrumpe la enfermedad…
No tan de repente. El primer año lo pasé en manos de médicos que me hacían pruebas. Acabé la carrera, pero los exámenes finales ya no pude hacerlos por escrito porque se me paralizaban las manos. Hablé con cada uno de los profesores para que se mostraran comprensivos y me permitieran examinarme de forma oral.
Supongo que todos accedieron.
Todos menos uno.
¿Por qué?
Dijo que era un hombre de principios.
¿Qué principios?
Bueno, el caso es que lo aprobé todo.
¿Cuándo llegó la silla de ruedas?
Cuando no hubo más remedio. Primero utilicé una muleta, luego dos y un día… la silla. Quería ir al funeral del padre de un amigo y no me sentía con fuerzas para andar los 50 metros que había desde el aparcamiento hasta la iglesia. Un amigo me llevó en coche y metió dentro una silla de ruedas por si la necesitaba. Intenté andar la distancia con muletas, pero no pude. Entonces mi acompañante sacó del coche la silla, me subí y al llegar a la iglesia creí morirme. Todos me miraban; me sentí apuñalado por tantos ojos.
¿Uno se acostumbra?
Sí, a lo que uno no se acostumbra es a que a veces haya gente que, al verte en una silla, te habla como si no fueras normal. En cambio ves el deseo de ayudar que tienen muchos. Creo que nosotros también les ayudamos, a que sean mejores, a que tengan una actitud buena con los demás.
¿De la silla manual a la eléctrica?
Es un gran paso para ser más autosuficiente y no necesitar de la ayuda de otros. Aunque la primera vez que salí solo a la calle con ella quise montar en un autobús y al subir la rampa se volcó la silla hacia atrás y quedé en el suelo de espaldas y con la silla encima. ¡Vaya número se montó!
¿Qué puede pasarle cuando la silla tampoco sea suficiente?
Pregunté a una asociación alemana que tiene muchas aplicaciones técnicas útiles a quienes padecemos esta enfermedad degenerativa qué caso extremo de parálisis se puede dar. Me contestaron: que uno sólo pueda mover las pestañas.
¿Qué hace en esta situación?
Ponerme a trabajar. Con mi hermano Borja, ingeniero de Telecomunicaciones, diez años más joven, adaptamos mi vivienda para que yo pueda valerme por mí mismo, para ir desde la cama al baño y a la ducha, o pueda abrir la puerta, las ventanas, poner la televisión, hablar por teléfono, escribir en el ordenador, etc.
¿Lo consiguen?
Sí, y después montamos una empresa con nuestras iniciales, B & J Adaptaciones, y comenzamos a buscar clientes, personas que hayan quedado parapléjicas o tetrapléjicas a causa de alguna enfermedad o un accidente. Hablamos con el Instituto Guttmann, el de mayor renombre, con otros centros de rehabilitación, asistentes sociales… y ofrecemos adaptar la vivienda o la habitación del minusválido, hacerle un traje a la medida de sus necesidades concretas derivadas de la situación en la que se encuentre y lo hacemos con ayuda de nuestros conocimientos técnicos y de mi propia experiencia.
¿Tienen clientes?
Sí, aunque no es fácil. Los clientes deben vencer la tentación del desánimo. Mi ventaja es que puedo hablarles de silla a silla, no como quien dice ponerse en su sitio desde la distancia.
¿Qué le dice a un cliente de los que vienen a verle que se rebela preguntándose por qué Dios permite su sufrimiento?
Comienzo diciéndole que es muy positivo que se haya hecho esta pregunta, y le comento que ante cualquier pregunta hay que buscar una respuesta y que si quiere puedo echarle una mano en tratar de encontrarla. Un motivo podría ser para que nos acordáramos más de Dios, que quizá lo teníamos olvidado. Si fuera así, si es una ocasión para estar más cerca de Él, hay que comenzar por tratarle, pedirle perdón, darle un beso a través de la confesión. Le diría también: ve a verle ante el sagrario, quéjate, háblale y cuando no se te ocurra nada, vete y vuelve otro día. No pretendas conocerle en dos días. Una amistad requiere trato.
¿Qué es el dolor para usted? ¿Cómo lo define?
Es la llave, la respuesta a muchos interrogantes de la persona creyente. No tiene ningún sentido que no pase por la trascendencia. Te enseña a conocerte más a ti mismo, a poner cada cosa en su sitio. Y a conocer mejor a los demás, a ser comprensivo con sus limitaciones.
¿Se acaba queriendo al invitado imprevisto?
Sí, pero no por él mismo. El sufrimiento no es un bien en sí, como una casa, un coche, un amigo. Al dolor no se le quiere sin más, hay que apoyarse en algo, en unas muletas. Y entonces el dolor es el mismo, pero la forma de llevarlo es distinta.
¿Dónde ha encontrado estas muletas?
En Dios. En mi caso a través del Opus Dei, para quien los enfermos son un tesoro. Yo pensaba que no podría trabajar, tener vida social y me ayudó a descubrir que mi trabajo debería ser mi enfermedad y que ella sería ocasión para tratar de ser mejor yo mismo y ocasión para acercar a otras personas a Dios, con la sonrisa, por ejemplo. Estuve en Roma, en la canonización del fundador. La víspera estaba en cama, en Barcelona, agotado por el efecto que produce la cortisona que me dieron por un brote reciente de la enfermedad. Pero al día siguiente pude estar en la Plaza de San Pedro, con mi silla de ruedas abriéndose paso, como otras muchas, entre tanta gente. Fui feliz, aunque me cansé mucho. Mi invitado vino conmigo, como a todas partes.
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